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domingo, 6 de marzo de 2011

Dos días de enero (V)

          Cualquier otro día, al llegar a mi casa, hubiera desayunado algo y me habría echado a dormir como un cesto. Pero, con ella allí, todo fue diferente. Nos pasamos toda la mañana charlando, buscando soluciones a su problema, pero por más vueltas que le dimos, no sacamos nada en claro. Su nombre. Eso sí. Me dijo su nombre. Y hasta su nombre acompañaba a aquella figura de ensueño. Se llamaba Dulce Nombre de María. Simplemente, Dulce. ¡Uhm!... Su pureza y su dulzura rebosaba por todos los poros de su piel, por su pecho, por su boca, por su cuerpo entero, por su contoneo y su forma de hablar, incluso por su nombre... Me estaba volviendo loco. Dulce llenaba mis pensamientos de poesía... ¡A mí!, un triste biólogo frustrado, barman de un puticlub. Tenía que hacer algo por ella. Tenía que ayudarla. Pero no sabía por donde empezar. Y, como siempre hay que hacer, empecé por el principio.

          Todo en la vida tiene un principio y un final, incluida las situaciones escabrosas como ésta. Mi principio se llamaba Madame Sussanna. Ella estaba metida en el negocio y, como gran profesional que era, estaba muy bien relacionada y tenía excelentes contactos, sin olvidar su enorme sabiduría y su eficaz capacidad para solucionar problemas. La llamé y le expliqué el asunto.

          Sin pedirme detalles comprometedores de nombres, horas o lugares –la discreción era una de sus máximas–, con lo justo, «una chica extranjera se ha escapado de unos proxenetas que la han engañado», le sobró para dominar la situación. Me dijo que tuviera cuidado, «esas mafias no se andan con tonterías de héroes enamorados al primer encuentro».

          ¡Qué jodida! No sé como llegó a esa conclusión. Lo cierto, es que era así. ¡Estaba encoñaito hasta las trancas! Madame Sussanna, la muy larga, era una sabia. Y muy divertida. Pero en esta conversación, no dio rienda a su genial sentido del humor en un solo instante. Estaba seria y preocupada. Después de mil razonamientos y de barajar distintas posibilidades, me aconsejó que Dulce regresara con aquellos tipos, sus secuestradores, ya que una vez que estuviera en aquel club, ella tendría más posibilidades para sacarla de allí.

          Por primera vez en mi vida, discutí una decisión a Madame Sussanna. Pero al final me convenció. Aquellos mal nacidos darían tarde o temprano con Dulce. Y conmigo. Y si no eran ellos, sería la policía. Tenía razón. Era, quizás, la solución menos mala. Madame se ofreció para entregar a mi endulzada morenita, personalmente.

          Dulce no las tenía todas consigo. Ni yo tampoco. Se fue llorando. Andando casi sin fuerzas. A trancas y barrancas. «¡Ay, mamasita, ayúdame, papasito!...». Madame Sussanna había ido a recogerla con su enorme Audi de cristales oscuros, a la estación de Dos Hermanas, una estación antes de la de Utrera. No había que dejar ninguna jugada al azar. Antes de irse, Madame me dijo lo que me decía todas las noches. «Vamos, bonito, a trabajar con alegría, que ésta es nuestra gran noche». Era una mujer con dos cojones.

          Yo seguí mi camino de costumbre, sin saber si estábamos haciendo lo correcto, o no. Quizás sí: En la estación de Utrera vi dos tipos malencarados que no dejaban de observar a todo el que entraba y salía del tren. Podrían ser los malos, al acecho, o podrían ser simples suposiciones mías. Quien sabe. A las nueve de la noche, como todos los días, yo estaba sirviendo copas tras la barra de La Higuera. Algo más cansado de lo habitual. También algo más tenso. Rompí cuatro vasos en diez minutos.

(CONTINUARÁ)

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