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domingo, 13 de marzo de 2011

Dos días de enero (6)

30 de enero, martes. Santa Martina.

          A las 2:45, con el local a tope y diez vasos menos, llegó Madame. Apareció como siempre: bien arreglada, perfectamente maquillada, sonriente y gastando bromas con sus chicas y con los clientes que se iba encontrando en su camino hacia la barra donde, antes de que llegara, ya le tenía preparado su whisky. Esos detalles le encantaban, y aunque todos los días hiciéramos el mismo paripé, me lo agradecía, como si fuera la primera vez, guiñándome lentamente un ojo con intención seductora.

          En esta ocasión, se saltó el protocolo. Me cogió una mano, y la besó tiernamente con sus experimentados labios. «Cariño, mantener la alegría, aún en los momentos más adversos, dolorosos y crueles, hacen al corazón joven, y ahuyenta los problemas», me dijo melosamente acercando su cara a la mía hasta colocar su boca a dos dedos de la mía. Me besó, «tienes una dulce joya, querido», apostilló, y se marchó enredando con sus ocurrencias entre la gente.

          No sé que me quiso decir, ni me comentó nada de cómo habían ido las negociaciones con aquellos cabrones. Sólo sé que no pude hablar más con ella en toda la noche. Al rato, se me perdió. Nadie sabía donde estaba. Ella era así. Aparecía y desaparecía sin dar explicaciones a nadie. Para algo era la jefa.

          A las 5:15h. de la mañana, como todos los días, me fui del club. A las 5:40h. estaba en la estación. Faltaban quince minutos para que saliera el primer cercanías para Sevilla. Estuve unos minutos solo. No había ni un alma. No estaba ni el tren. ¿¡Qué habría pasado con Dulce!?... ¿¡Dónde estaba Madame!?... ¿¡Por qué no me contó nada de lo que había sucedido!?... ¿¡Qué debía hacer!?...

          Entre el silencio y las sombras del andén, poco a poco, fue llegando la pandilla. El primero fue Armani. Lucía un aspecto intachable. Su indumentaria había sufrido un vuelco bestial: traje gris marengo a la medida, impecable, camisa limpia, tremendamente blanca y nueva, corbata de alegres colores sin caer en lo hortera, zapatos pulcros, relucientes, el mismo maletín deforme..., algo tenía que fallar.

          «¡Qué pasó con la chica?», me preguntó. Aún no había empezado a contar lo que Madame y Dulce y yo habíamos decidido hacer, cuando llegaron Ramón y Mariflora. «¿Qué pasó con la muchachilla?», preguntaron al unísono. Viendo el percal de tener que explicar tres veces lo mismo, les indiqué que Dulce estaba bien, pero que ya les contaría los detalles cuando llegara Genaro. «¿Y quién es Genaro?», dijeron los tres a la vez. «¿Genaro?... ¿Que, quién es Genaro?...».

          Eso me estuve preguntando yo durante toda el día. ¿¡Quién coño era Genaro!? Aquella mañana no cogió el tren. Ni él, ni su puñetera bufanda, ni su absurdo libro fucsia. No sabíamos dónde se había metido. Jamás, en un año que llevábamos juntos en el mismo tren, en el mismo vagón, compartiendo el mismo amanecer, había faltado a nuestra cita. Genaro...

          (CONTINUARÁ)

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