QUISE JUGAR

Escribir para sentir tu sonrisa

domingo, 27 de febrero de 2011

Dos días de enero (4)

        ¡Qué cabrón e hijo de puta hay que ser para hacer lo que le hicieron! La historia de siempre. Apenas llevaba una semana en España. La habían traído engañada desde su Colombia natal, de forma ilegal, con la promesa de darle trabajo en una casa como sirvienta y, así, poder sacar dinero para ayudar a los suyos, sus padres y sus cinco hermanos, en su país. El resto, al igual que el principio, ya lo conocemos todos. ¡Una asquerosa red de trata de blancas! Ayer la trajeron desde Madrid a Utrera, concretamente a un club de las afueras del pueblo. No. No era el mío. Cuando le explicaron cual era su nueva y jodida situación, se sintió tan engañada, tan tonta, tan ultrajada, que, sin saber cómo, logró safarse de los hombres que la tenían retenida y echó a correr como pudo y adónde pudo. Decía que su mamasita le había sacado de allí; que desde su tierra, ella le envió la energía para decidir el momento de huir, y que su papasito le prestó las fuerzas para la carrera. Estos sudamericanos, siempre tan poéticos. Seré muy duro o muy incrédulo, pero yo creo más bien que las fuerzas y la energía las sacó ella misma de las reservas cafeteras que tendría después de vivir veintitantos años en la meca de los muy cafeteros. Y, si me apuran, de algún resquicio de coca que hubiera respirado por allí... Fuera como fuere, escapó. Después de pasar toda la noche escondida en una furgoneta abandonada al lado de la estación, cogió el primer tren que vio salir, sin saber, siquiera, qué destino llevaba, con el miedo metido en las entrañas. La estaban buscando.
       
        Escuchando su relato, llegamos a Santa Justa, Sevilla. Todos se bajaban allí, menos yo, que vivía en La Rinconada, el siguiente pueblo donde paraba el cercanías. Estábamos desconcertados. No sabíamos qué hacer. No podíamos denunciar nada en comisaría, porque al estar indocumentada, sin papeles, seguramente la enviarían de vuelta a su casa sin más miramientos. Tampoco querían dejarla sola, pero todos tenían que salir pitando a sus quehaceres. Armani tenía que irse a la pequeña empresa de informática que tenía montada con su cuñado y socio capitalista que, por supuesto, sólo aparecía por allí para trincar dinero, motivo por el cual Giorgio se lo curraba él solito más que un chino, y que dos; para más inri, el negocio estaba en Mairena del Aljarafe, en un anexo de la casa de su cuñado; ya de por sí, llegaba tarde porque se iba a bajar una parada más allá de la suya, San Bernardo, que le pillaba mejor para coger el autobús que le llevaba hasta aquel pueblo. Se recorría medio mundo para ir al trabajo. Ahora comprendía sus madrugones. Y su pinta. Yo tampoco me arreglaría para que me viera un cuñado tan cerdo.
       
        Los gordos, Ramón y Mariflora, trabajaban de repartidores en un obrador y, tenían, sin falta, que dar salida cada mañana a cientos de piezas de panecillos y dulces de todos los tamaños y sabores. Ahora entendía por qué esos grotescos y exagerados atracones en el tren...

        Genaro, estudiante, tenía un importantísimo examen a primera hora de la mañana que le iba a tener ocupado todo el día. Estudiaba para arquitecto. Esto no explicaba, ni mucho menos, el misterio de su escondite bufandil, ni de su libro fucsia inleído. Quizá todo fuera fruto de una visión arquitectónica de la vida: esconder los volúmenes, el lenguaje de la quietud de los materiales en el espacio..., que sé yo.

        Todos tenían cosas que hacer. Menos yo. Precisamente, acababa de salir del trabajo. De un trabajo donde quizás podía haber terminado ella como compañera. Me sentí asqueado conmigo mismo, y con toda la mierda y la miseria que se mueve en este mundo. Le dije que se vendría a mi casa. Vivía solo, y allí, en La Rinconada, a aquellos chulos cabrones no se les ocurriría buscar.

        (CONTINUARÁ)

No hay comentarios:

Publicar un comentario