QUISE JUGAR

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domingo, 20 de febrero de 2011

Dos días de enero (3)

      Aquella joven, no le echaba más de veinte, era una bella y sensacional mulata de metrosetentaytantos, con una hermosa melena azabache brillante y unos ojos de miel y caramelo que, a Dios gracias, el gordo Ramón y Mariflora, su “partener”, que así se llamaban los tortolitos, ya estaban desayunados, que si no…, cualquiera les corta la gula. ¡Joder! ¡Era la mujer más guapa y soberbia, la hembra más sublimemente sensual y atractiva, la belleza más dulce y bucólica, que había visto en mucho tiempo! Y no sería porque no viera mujeres al cabo del día. Y de la noche.

      Yo trabajaba en un bar que había a las afueras de Utrera. Llevaba allí algo más de un año. En aquel local había un excelente ambiente de trabajo, cosa que habría que achacar al buen hacer de la persona que lo regentaba: Madame Sussanna. Sí. Era un puticlub. Todo un licenciado en Biología como yo, trabajando en un club de carretera. ¿Y qué? Ya sé que el asunto tiene su guasa y, por supuesto, su explicación, pero, ¿a quién le importa cómo fui a parar allí? Son las vueltas que da la vida, y ya está, no hay que darle una vuelta más. No terminaríamos nunca. La cosa es que allí estaba a gusto, me trataban bien, me pagaban mejor, y mi trabajo se limitaba a poner copas, ver, oír y callar. Además, ¿qué mejor sitio para un biólogo para el estudio de la vida? ¡Un biólogo que se precie, tiene que estudiar a los seres vivos en todas sus facetas y desde todos los puntos de vista posible! Pues, éste era uno más.

      La verdad es que en La Higuera –tal era el nombre del club, debido a las chumberas que rodeaban sus muros–, había muy buen rollo, todos los días, y a casi todas las horas. Echaba muy buenos ratos allí. Había de todo y se veía de todo: mucha y muy selecta clientela, en su mayoría masculina, en busca de compañía, charla, sexo, pasar un buen rato, reírse con las ocurrencias de Madame, o, simplemente, para alegrar la vista, o tomar una copa, como en cualquier otro sitio. Copas había. Y muchas. Rara era la noche que no salía con media moña en lo alto. Hasta que un día me paró la guardia civil, me hizo soplar, positivo, dichoso aparatito chivato, juicio, multa, retirada de carné, y a coger el tren con Genaro, Mariflora, el gordo Ramón y el gran Giorgio Armani. ¡Si apenas había bebido…! Bueno, para qué engañarnos. Desde las 21:00h. que entraba, hasta las 5:15h. que salía, dos o tres o cinco o diez cacharros podían caer sin problemas. Y sin aguar, que era como se los tomaban las niñas.

      Y eso es lo que más había en el club. Mujeres. De todas las formas, tipos y tamaños. Hermosas, guapas, feas y horrorosas. Jóvenes y pasaditas. Delgadas, macizas y fofas. Blancas, mulatas y negras. Españolas de pura cepa, producto interior bruto genuino con denominación de origen, y extranjeras, más que nada, cielito lindo, hispanoamericanas. Mujeres a mi alrededor, casi todas en ropa interior, no me faltaban. Y por si fuera poco, eran cariñosas, melosas, solidarias y comprensivas a más no poder. Siempre tenían un piropillo zalamero y una sonrisa picarona con la que obsequiarme. Y, como no, algún que otro comentario picantón e insinuante para dejarme cortado. ¡Qué zorrunas! Pero yo jamás toqué a ninguna. El trabajo es el trabajo, y como bien me recomendó Madame Sussanna, donde tengas la olla…, ya se sabe. Aunque fuera Claudia Schiffer.

      La aterciopelada mulata del tren no era Claudia, ni se le parecía. Era totalmente distinta, pero para mejor, sin exagerar. Era perfecta. Tal es así, que, en otro repentino ataque de nervios y de llantos y de lamentos, viendo que ni yo, ni Armani lográbamos consolarla, se acercaron el ancho Ramón, su naranjona Mariflora y Genaro, para preocuparse por ella. Era imposible no preocuparse por ella. Tan frágil, tan bella, tan todo… Allí estábamos, como una piña rodeando a su piñón más preciado y sabroso, los cuatro jinetes del Apocalipsis y un quinto llanero solitario en discordia, servidor, mimando y cuidando a aquella joya de la madre natura.

      De nuevo, aquellos movimientos me cogieron por sorpresa. Y aún más. Para alucinar. Ramón le dio lo que quedaba de su chupeteada lata de cocacola, mientras Genarín le acercaba un pañuelo de tela, de los de toda la vida, blanco, inmaculado. En ese momento, me di cuenta que, un rato antes, se me habían acabado los kleenex. ¡Qué torpeza! ¡Qué falta de previsión!

      «Vamos, muchachilla, bebe un trago, que te sentará bien», dijo Ramón con su voz gruesa y su respiración brusca, en tono apesadumbrado y paternal. ¡Y bebió! Pero…, ¡cómo puede ser tan irracional y…, beber de ahí! Pobrecilla. ¡Cómo estaría para hacer una cosa así! Bueno, un momento de flaqueza lo tiene cualquiera, y, a ella, se le podía perdonar con más razón aún, viéndola tan afligida y fuera de sí. Pero, de todas formas, ¡qué pena de suaves labios algodonosos, mancillados por una triste cocacola babeada del grasoso Ramón!

      Unos minutos más tarde, después de que todos dijéramos algo para tranquilizarla «¡mira qué bonito, está amaneciendo!», diéramos ideas para animarla «¡abrid un hueco, joder, que corra el aire, la estáis asfixiando!», e hiciéramos algo para apaciguarla (Mariflora le prendió un cigarro con su boca embadurnada de carmín de veinte duros y de churrete de chocolate de las palmeras, y…, ¡la chica lo cogió y se lo fumó! ¡Por Dios! ¡Imperdonable!, bueno, ella tenía un pase...), la bella mulata, secándose las lágrimas y entre sollozos, nos contó lo que le había sucedido.

      (CONTINUARÁ)

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