QUISE JUGAR

Escribir para sentir tu sonrisa

domingo, 13 de febrero de 2011

Dos días de enero (2)


Todos la mirábamos, y nos mirábamos entre nosotros, esperando una explicación a tanto alboroto. El gafas había dejado de leer; los zampabollos habían dejado de zampar; el acicalado Giorgio tenía el maletín y las narices cerradas. Yo era el único que seguía haciendo lo de siempre: observar a todos. De repente, ella deparó en nosotros, nos echó un fugaz vistazo aturdido, desconcertado, y sin darnos la menor importancia, se volvió de nuevo, encendió un cigarro, dio tres o cuatro caladas rápidas, angustiadas, y rompió a llorar. Nuestras caras de lelos expectantes sin saber qué hacer, se miraron las unas a las otras. Sin pensarlo dos veces, me acerqué a ella y le ofrecí un poco de agua. Siempre que viajo, aunque el trayecto sea corto, acostumbro a llevar una botellita. Cogió la botella frágilmente y, medio atragantándose por los sollozos, se la bebió entera, dándome las gracias a cada sorbo de agua y lágrimas que tragaba. El gordo aprovechó el momento para liquidar de dos bocados el donuts que le quedaba. En ese mismo instante, vi a Genaro, por primera vez, pasar una página de su libro.
Genaro, el tímido Genarín, era el chico de gafas y bufanda. En realidad no se llamaba Genaro; yo le bauticé así porque me recordaba a aquel Alfredo Landa –tosco, palurdo, paleto, panoli y mujeriego, pero con un tierno ramalazo de ternura-, de “Genaro el de los catorce”, aquella película en la que era el único acertante de la quiniela. Desde mi primer viaje en este tren, hacía ya un año, Genaro cultivaba su espíritu con el mismo libro. Pero apenas avanzaba. Nada más sentarse, entraba en una especie de estado hipnótico al otear el interior del libro. Yo pensaba que estaría atascado en algún capítulo engorroso, pero lo cierto es que jamás le vi pasar una página. Para mí que, simplemente, lo abría al azar por cualquier parte, eso sí, siempre del centro, apoyaba su cabecita rubia repeinada en la ventanilla y, parapetado en su inseparable bufanda roja, bajaba la mirada tras los cristales de sus gafas, y la posaba dulcemente en aquellas palabras escritas. Estoy seguro que no leía, sino que seguía durmiendo con los ojos abiertos. Pero, ahora, con nuestra sorprendente extra en escena, y su aparatosa aparición, parecía estar bien despierto.
La chica me devolvió la botella, me agarró fuertemente las manos y, con un hilo de voz, me agradeció de nuevo el detalle. “De nada, no faltaba más”, dije yo. “¿Estás más tranquila?”. Ella asintió con la cabeza. Cogidos aún de las manos, medio agachado para sentarme a su lado, me percaté de que Armani estaba de pié, junto a mí, ofreciéndole a la muchacha un chicle mentolado que sacó, aplastado, de un bolsillo trasero del pantalón. Nunca, en el año que llevaba haciendo este trayecto, se me había escapado un solo movimiento de mis compañeros. Y menos, una maniobra de aproximación hacia mí de tales características. Como me temía, el tufo que desprendía Giorgio a colonia barata de garrafón, mezclada con el sudor perenne de su uniforme, era insoportable en esas distancias tan cortas. Pero, a pesar de todo, ella cogió el chicle y, pusilánimemente agradecida, se lo metió en la boca, mascándolo con ahínco. Desde luego, hay personas que hacen las cosas sin pensar un mínimo… Pero, bueno, a ella, este pequeño desliz, se le podía perdonar. Era preciosa.
(CONTINUARÁ)

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