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Escribir para sentir tu sonrisa

domingo, 30 de enero de 2011

Dos dias de enero (1)

                                                        29 de enero, lunes. San Valero.
      Estaban todos, cuando entró ella. Estaban como siempre. Con las caras de siempre. En sus sitios de siempre. Formando el cuadro de siempre. Sentado en su asiento de la ventana, nada más cruzar la puerta, de frente al sentido de la marcha, absorto en la lectura de un grueso libraco forrado con papel de regalo fucsia, con su cabeza apoyada en la ventanilla, aquel extraño muchacho de gafas de pasta, escondido, hasta bien entrados los calores primaverales, tras su deshilachada y despintada bufanda roja.

      Junto a él, al otro lado del pasillo, el gordo come-donuts-con-cocacola, seboso, peludo, con una asquerosa barba desaliñada, sudoroso, medio asfixiado, bufando, resoplando, hablando en voz alta, haciendo carantoñas a su novia, a la que espurrea masa ensalivada del dulce pastel cada vez que se dirige a ella que, a decir verdad, es una exquisita copia en hembra de él, desparramada en el asiento de la ventana, también oronda, grasienta, sin barba, pero con abundante y renegrida pelusa facial, engullendo, como de costumbre, dos palmeras de chocolate, de las grandes, empujadas con un litrazo de yogur líquido, mientras ríe escandalosamente las cucamonas de su gordo salvaje.

      Dos asientos por delante de ellos, Mister Giorgio Armani, érase un trajeado individuo que se era a un traje pegado, siempre el mismo atuendo azul, pantalón y chaqueta una talla mayor a la suya, siempre la misma corbata de colores desconocidos, la misma camisa blanca-grisácea de cuello carcomido, los mismos calcetines-ejecutivo desgarrados, los mismos zapatos entreverados, sucios, inmundos, y siempre, el mismo maletín deforme de polypiel, que compulsivamente abre y cierra durante el recorrido, curioseando no sé qué por sus adentros, esbozando una histriónica sonrisa, mitad chulesca, mitad festiva, que le desabrocha totalmente las fosas nasales, de donde sale una liana de largos pelos negros. La selva.

      Todos estaban de cara al sentido de la marcha. Todos, menos yo, que, como siempre, iba de espaldas al otro lado del vagón, pegado a la otra puerta, divirtiéndome un día más con la escena de mis compañeros de viaje, todos con la nariz roja por el frío, incluida la carnosa pareja. Mis cuatro figurantes, ojeadas furtivas de unos a otros, todavía tenían perfil de sábana. Yo no. Yo estaba a gustito. Como casi todos los días. Eran, como siempre, las 5:55 de la mañana. El primer cercanías para Sevilla.

      Ella entró corriendo, rompiendo, con brusquedad, la monotonía de nuestro amanecer. Parecía asustada. Estaba sofocada, respiraba excitadamente. Se situó, muy alterada, en el centro del vagón, en los asientos que dan al andén, junto a la fila del peripuesto Armani. No dejaba de mirar por la ventana, hacia atrás, hacia delante, al frente, a una puerta, a la otra, a nosotros, al reloj, a todas partes. Hasta que no empezó a andar el tren, no se tranquilizó. Se quitó el abrigo, y se dejó caer en el asiento con la vista perdida hacia el exterior. Estaba temblando.
(CONTINUARA)

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